Tendría yo unos nueve o diez años cuando mis papás nos llevaron por primera y única vez de vacaciones a Mazatlán. Ni MiHno, ni yo conocíamos el mar, así que íbamos con mucha ilusión. Viajamos a bordo de una vagoneta, sin celulares, ni pantallas, es más, ni el radio agarró señal. Cantábamos, jugábamos, nos aburríamos y así.
Había escuchado numerosas veces lo del «Espinazo del Diablo», así le decían a un mirador en plena Sierra Madre Occidental, que siente usted que se cae, que si el frío y la neblina, que espectacular la cosa. Y yo, siendo lo niña que era, todo el tiempo pensando que se nos iba a aparecer el chamuco arqueando la espalda, ¡Iba con un miedo! Ni siquiera pude asomarme bien, me sofocaba y me abrazaba desesperadamente a MiPapáA.
La carretera libre era una sucesión sin fin de curvas cerradas, de un lado la enorme roca, del otro los barrancoooooooos, donde no se alcanzaba a ver el inicio. El constante peligro del vehículo que viene por el frente, donde tenía que ir adivinando si venía o no, para hacerse a un lado, o que pase el primero que quepa ¡Oh Dios mío! Que nos vomitamos, MiHno por mareo y yo por conciencia gremial… ¡Yeow!
Durante el camino me la pasé boquiabierta, descubriendo la naturaleza en todo su esplendor, verdor en las montañas, los cerros tocando el cielo, las nubes abajo de nosotros, la neblina que repentinamente todo lo cubrió ¡Que espectacular!
Cuando al fin llegamos al Puerto de Mazatlán, lo primero que nos recibió fue un fuerte olor a pescado… como si todo el aire oliera a mercado… no me gustó, la verdad, no sabía que el aroma era tan penetrante. Las calles eran muy parecidas a las de Torreón, sin embargo, la gente lucía diferente, como despreocupada, como sonriente. Un poco más adelante, ante nosotros estaba el mar ¡El mar! ¡Oh, oh, oh! Inmenso… azul… ¡Qué sensación! ¡Increíble! Esas aguas que sólo había visto en las películas… el sonido de las olas… ¡Las gaviotas! ¡Qué blancas! ¡Cuantísimas!
Recuerdo bien, que MiHno y yo nos tomamos de la mano emocionadísimos, ¡Ya queríamos ir a pisar la arena y mojarnos con las olas! Lamentablemente comenzaba a anochecer, no hubo tiempo de hacerlo, MiPapáA inició la búsqueda de hotel y no supe muy bien como, pero fuimos a parar a una zona medio fea, no había más, los pocos hoteles cercanos estaban llenos, hacía mucho calor, teníamos hambre, estábamos cansados, olíamos a vómito (¡WACK!), ándele pues.
El cuarto diminuto tenía sólo dos camas individuales, en una se acostó MiMamáGelo sola, pues una operación en su pierna le impedía compartir el lecho. En la otra cama nos «dormimos» el resto de la familia: cuatro personas perfectamente atravesadas, cabezas y pies colgando fuera del colchón. 😦
Tenía una ventanita que daba a la calle, un mísero ventilador en el techo y tán tán. Se escuchaba perfectamente el ir y venir de los tráilers de carga, los borrachos de a pie y los de camioneta, la banda Sinaloense ¡A las tres de la madrugada! y los barcos cargueros llegando y saliendo de la bahía. Sobra decir que el único que logró dormir fue MiHno, que cayó como piedra en pozo.
Al día siguiente, tempranito fuimos a desayunar y mientras mis papás ordenaban en la palapa, nosotros aprovechamos y corrimos a la playa. Todo nos parecía increíble, nos parábamos en la orilla, la ola nos movía de lugar y terminábamos bien lejos de donde estábamos al principio. Risas locas. No sabíamos nadar, pero no nos daba miedo el mar. De rato nos subimos a una pulmonía, yo sentía que estaba soñando, todo era tan bonito, tan luminoso, tan diferente y tan nuevo.
Nos llevaron a un lugar con toboganes gigantes, que en esos años era la novedad, MiMamá me decía que ella se sentaba adelante en el deslizador y yo atrás de ella, mi lógica infantil me dijo que eso estaba mal, aferrada y terca como yo sola, fuí y me senté adelante, grave error. Al deslizarnos el alma se me salió del cuerpo, siempre he sido muy miedosa y casi que me iba a infartar, cuando creí que mi sufrimiento terminaba ¡SPLASH! caímos en la piscina; con la fuerza que llevaba dí varios giros, me hundí hasta el fondo, tragué agua por todos los orificios de mi cuerpecillo de reata anudada y cuando al fín pude sacar la cabeza del agua, no sé ni como, me aferré a una «barda» de madera (sigo sin entender porque la orilla de la alberca tenía madera y no plástico o fibra de vidrio) como araña fumigada.
Una señora me vió y trató de despegarme, no pudo, por más que lo intentó. Mis padres reían a carcajadas y yo avergonzada, histérica y asustada, me prometí no volver a subir a otro engendro del demonio como ese (años más tarde me tragaría mis palabras D: ) Todos la pasaron fenomenal, menos yo, el miedo y el coraje me duraron buena parte del viaje.
Por la noche, MiMamáGelo se la pasó untándonos remedios en la espalda y brazos a MiHno y a mí, pues estábamos de un rojo camarón bárbaro, no podíamos movernos sin aullar de dolor, ¡ah! pero en el día ¿Qué tal? No quisimos abandonar la playa en ningún momento. ¡Lo pasamos genial!
Para esto mi papáA ya había conseguido otro Hotel, con vista al mar y 3 camas, el pobre nomás se resignaba. Nos tocó ver desde el balcón sendos barcotes, enoooormes, como en las películas, pero de cerquitas. ¡Qué emoción!
De regreso a casa, la vagoneta se descompuso (como era su Santa costumbre), en medio de la Sierra. Los árboles altísimos, el frío calaba los huesos y lo único que se le ocurrió a MiMamáGelo fue decirnos que sacaramos la ropa sucia de las maletas para taparnos. Tuvimos que pasar la noche a mitad de carretera, helándonos con olor a… gente trabajadora.
Hasta la mañana siguiente llegó la ayuda y al fin regresamos a casa, quemados, adoloridos y con el corazón lleno de arena y mar.